El VHS de Marcela o cómo pirateé Spiderman

Por Deivis Cortés 

POR Deivis Cortés

Junio 30 2023
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1.

Hicieron una reunión en el salón comunal de mi barrio para discutir ciertos asuntos comunitarios, y, dado que yo ya era el hijo mayor y estaba a punto de graduarme del colegio, mis padres consideraron que era lo suficientemente adulto para asistir en nombre de la familia. La reunión era en el salón comunal y destinaron como cuarenta minutos para llamar a lista y resumir lo que había pasado en la reunión anterior. Hablaron de las basuras, de las alarmas y de las rejas, pero hubo un punto que llamó mi atención: hablaron de un cineclub que había fundado una gente de la manzana 27, una manzana aledaña a la mía (manzana 28), una manzana que pertenecía a la jurisdicción del mismo salón comunal y a eso que los geógrafos urbanos han llamado “La secta de las 8 pioneras”. Los viejitos más conservadores del barrio, es decir, los líderes de la junta de acción comunal, hablaron de una falta grave que habían cometido los organizadores de dicho cineclub: proyectaron la película La virgen de los sicarios. Y si bien estos viejitos no se oponían a que se proyectara cine en el barrio, a que se pusiera cine al aire libre, a que se socializara en comunidad con materiales audiovisuales, sí requerían que los organizadores del cine club fueran más moderados en términos de los contenidos, en términos de la selección de las películas, y en cuanto a la conveniencia de determinados títulos para salvaguardar la buena moral de los vecinos. 

Una muchacha de pelo corto y chaqueta de cuero se levantó. Se identificó como Marcela, dijo que era estudiante de ciencia política de la Universidad Nacional de Colombia (sede Bogotá) y fundadora y organizadora del cineclub “Paciente”. Empezó a decir que en realidad La virgen de los sicarios no era una película censurable. No era una película violenta ni era una película digna de satanizarse (primera vez que escuché esa palabra), como sí lo era eso que estaba pasando en Irak y Afganistán, “eso sí es digno de censura”, dijo. Habló de la obra de Fernando Vallejo, habló de la obra de Luis Ospina y, aunque no habló de la obra de Barbet Schroeder, habló de la importancia de presentar un cine sin tapujos, un cine sin censura, “porque lo que realmente deberíamos censurar es el hambre, la ignorancia y las políticas del TLC que realmente afectan a este barrio, a este país y a todo el continente. Aunque no entendí ni la mitad de las cosas que dijo, me llamó la atención su elocuencia, su vehemencia, su forma de mover las manos con espíritu gaitanista y su capacidad para no repetir palabras e improvisar el sinónimo adecuado a último minuto. Y aunque no era bonita y yo en esa época era muy tímido, la tal Marcela me pareció lo suficientemente interesante como para acercarme. 

Al finalizar la reunión me acerqué y le dije que me interesaba mucho lo de su cineclub y lo que sea que estuvieran haciendo en él. Por mi parte, en esa época de crisis entre finalizar el colegio y empezar la universidad, me dio por hacer una encuesta sobre cine independiente para respaldar mis jóvenes opiniones cinéfilas con datos, como había visto que hacían los grandes charlatanes de la ciudad. Yo andaba de arriba  abajo con una carpeta llena de fotocopias de una encuesta ridícula y pretenciosa. Se le preguntaba a la gente por su nombre, su profesión, su edad, cuál era su película favorita, su director favorito, su película de cine colombiano favorita y sobre otras tantas cosas que en realidad no me interesaba saber, pero supongo que creí me harían ver como alguien importante, como un activista cinematográfico o algo así.

No recuerdo exactamente qué pensaba hacer con la información recolectada, pero sí recuerdo que, después de hablar con Marcela unos minutos, ella me presentó a su novio y les pedí a ambos que llenaran la encuesta en nuestra siguiente reunión, una reunión que pactamos para conocernos e intercambiar “ideas sobre el cine”. Nada más al llegar al garaje de la casa de ellos,  hice mi numerito de sacar la carpeta con las encuestas y darle un formulario a cada uno para que llenaran, como si fuera el requisito para hablar conmigo. Debajo de la casilla destinada al nombre, había una casilla para la profesión del encuestado, y el novio de Marcela puso “Paciente”, el mismo nombre del cineclub. Cuando le pregunté por el uso que le estaba dando a esta palabra (probablemente se había escapado de algún manicomio y se sentía en la obligación de confesarlo cada vez que se lo preguntaran),  despachó una sarta de teorías peripatéticas y filosofadas llenas de palabras raras, un discurso enredado y barroco que mi mente adolescente categorizó como “cosas de universitarios”. 

Me dijeron que ambos eran estudiantes de ciencia política de la Universidad Nacional. Allí había varios cineclubes, y ellos asistían a tantos como podían. Hablaron mal de unos y hablaron bien de otros y luego dijeron que querían traer esa cultura del cineclubismo al barrio, “porque aquí  hay mucho adoquín, mucho ladrillo y mucho cemento, pero de cultura más bien pocón”. Terminaron de llenar la encuesta entre risas y quedamos así,  en seguir hablando sobre cine; me invitaron a asistir a la siguiente sesión de su cineclub “Paciente” y se despidieron amigablemente, no sin antes preguntarme: “Oiga, ¿usted tiene VHS en su casa?” 

2.

Semanas más tarde, Marcela llegó a mi casa diciendo que necesitaba un favor. Mi mamá me había dicho que no le abriera a los testigos de Jehová y que nunca recibiera paquetes sellados sospechosos, porque “fijo eso es droga y luego lo meten a la cárcel a usted por buena gente”. Pero no era eso lo que quería la universitaria. Quería que le copiara unas películas que había sacado de una videoteca. Me entregó un reproductor de VHS y varios casetes vírgenes.  Me dijo que a cambio de hacerle el favor de copiarle las películas, podía quedarme con un casete virgen y conservar el aparato gratis por dos semanas para hacer mis propias copias de las cosas que necesitara o que quisiera. Me lo dijo todo sin inflexiones, con un tono monótono, como para ambientar viajes en ascensor. Me dejó el reproductor y cinco cintas, entre ellas Terminal de Jorge Echeverry y La gente de la Universal de Felipe Aljure. Cuando le pregunté de qué trataba esta última, me dijo: “Es cine comercial colombiano”. Sonreí como un idiota, pero no respondí nada contundente. En ese momento tenía muchas dudas: ¿hacen cine en Colombia? ¿Y además es comercial? ¿Qué significa lo comercial?

Hasta ese momento yo no tenía ninguna noción de lo que era el cine colombiano. No existía El paseo ni Soñar no cuesta nada. Mucho menos Rosario Tijeras ni Satanás. Y, si bien siendo niño escuché cosas sobre películas como La estrategia del caracol, era muy confuso porque uno no sabía si eso en realidad era cine o era televisión, o era televisión para cine. Recuerdo que en Noticias Caracol, en la sección de entretenimiento, anunciaban alguna película colombiana tipo La vendedora de rosas o Te busco y le hacían seguimiento en su periplo por la taquilla y los festivales. Las películas colombianas que pasaban por televisión siempre se veían oscuras y con grano, sucias y poco nítidas en comparación con las imágenes televisivas, las imágenes de los noticieros y las telenovelas. Y yo, en medio de mi ingenuidad arrogante, no podía dejar de preguntarme: “Esa gente del Canal Caracol es tacaña.  ¿Por qué, en vez de anunciar la película y hacerles una nota,  no le prestan sus cámaras a esa gente que hace cine para que se vea al menos tan bien como se ven las producciones televisivas? A veces compartía esas impresiones con mi mamá y ella me decía: “Eso, mijo, toca que estudie para que vaya allá y les enseñe a esos señores cómo es que es la vaina”. Tan linda mi madre. 

Marcela me dejó esos VHS con casetes vírgenes y el encargo de hacerle copias. Lo hice porque quería sentirme adulto haciendo cosas de universitario,  cosas que apoyaran la difusión del cine colombiano. Y me obligué a cumplir con la tarea durante el primer día, para quedar libre y disponer del VHS extra durante el mayor tiempo posible. Terminé de copiar La gente de la Universal y consideré el ejercicio como una práctica enriquecedora: era un tutorial para el goce, era la preparación para hacer lo que yo quisiera, copiar lo que yo quisiera con esa máquina extra que no habría conseguido de otra forma. ¿Qué podía copiar? ¿Qué querría copiar? ¿Necesitaba realmente copiar algo o solo estaba antojado? Daba igual. Lo haría de todos modos. 

3.

Me fui  al videoclub de la manzana 20 y empecé a examinar los casetes exhibidos tratando de antojarme de algo digno de ser copiado. Vi Jurassic Park 3 y me pareció que podía aguantar verla, pero, a juzgar por las esquinas desgastadas de la caja, no parecía la opción más digna. Vi el VHS de una película sobre piratas que mi padrastro había querido sacar, pero tampoco me pareció  tan buena y mi padrastro no se estaba portando tan bien. Vi Casino y se me antojó, hasta que recordé que ya la había grabado dos veces de la TV (una de TNT y otra de The Film Zone). Le di tres vueltas al local, hasta que finalmente vi algo que no podía dejar de copiar: Spiderman, la película de Sam Raimi. En esa época las películas tardaban unos cinco años en llegar a la televisión por cable y Spiderman apenas llevaba un año y medio de estrenada. Faltaba mucho tiempo para que la pusieran en TNT y mucho más para que la pusieran en Canal Caracol y, sin embargo, ahí estaba, frente a mí, a un manotazo de distancia y en mi propio barrio. El casete estaba disponible y tenía en casa dos reproductores de VHS. También tenía tiempo de sobra porque no había pasado el examen de la Nacional.  La oportunidad estaba servida.

Copié la película y fue una excusa para verla de nuevo. En esa época, cuando uno copiaba una película desde el VHS tenía que reproducirla toda. El proceso de copiado duraba lo mismo que la extensión de lo que uno quisiera copiar. No era como copiar un archivo, algo que se resuelve con un clic, una bonita imagen y una espera corta. No. Este era un proceso analógico donde toda copia se hacía en tiempo real. Si querías copiar dos minutos de una película, tenías que ver esos dos minutos enteros, si querías copiar 30 minutos de un casete tenías que reproducir y ver esa media hora. Y aunque uno podía dejar copiando y marcharse a hacer otras actividades (lavar la loza, hacer tareas del colegio, ayudar a mi padrastro a soldar una reja), yo prefería quedarme velando el proceso, contemplando la alquimia de la grabación, un fenómeno que si bien no llegaba a comprender del todo, sí intuía lo suficiente como para respetarlo y acompañarlo. Era una manera de mostrarle mi respeto y devoción a eso que no conocía técnicamente, pero me maravillaba hasta hacerme doler el estómago. 

A los quince minutos de empezar el copiado, noté cierta pérdida de calidad en la copia resultante: el contenido estaba pasando de una generación a otra y en el proceso se perdían datos, tal como sucedía cuando alguien copiaba una cinta magnética de otra para copiar música; no se perdían canciones, pero a veces en la copia resultante la canción pirateada quedaba sin coro o sin bajo. En esa época no éramos tan snobs para distinguir calidades y resoluciones. No existía todavía el HD, ni el full HD, mucho menos el 2k o el 4k. Reinaba eso que hoy llaman Standard-definition, aunque uno todavía no supiera que se llamaba así porque no tenía con qué comparar. En esa época lo único que existían eran las imágenes, y éramos tan agradecidos con esas imágenes que si se veían un poco borrosas, desenfocadas o distorsionadas, no importaba: eran imágenes al fin y al cabo y por eso había que agradecer de rodillas. Yo no era cristiano ni evangélico, no tenía ninguna deidad a la que adorar, así que elegí “adorar esas imágenes”. Eran manjares de evasión y entretenimiento que nos permitían salir de la prosaica y aburrida realidad. 

Vi Spiderman de nuevo usando el proceso de copiado como excusa. Era mi cuarta o quinta vez, pero ni siquiera en esta ocasión, por mucho que me esforcé, fui capaz de ver a Tobey Maguire como el Peter Parker paradigmático que muchos niños reguetoneros ven hoy en día con una nostalgia impostada que ni ellos se creen. El Peter Parker de toda la vida es chistoso, dicharachero, y este niño de Las reglas de la casa de cidra no tiene vis cómica ni línea chistosa alguna. Pero bueno. Spiderman es Spiderman. Y el VHS es el VHS. Y Spiderman es el VHS de los superhéroes. El VHS es el Spiderman del video doméstico.   

El domingo siguiente vino Marcela. Le entregué el reproductor de VHS junto con su copia de La gente de la Universal y su copia de Terminal de Jorge Echeverri (una peli sobre la que leería luego en la biblioteca de la UPN). Agradeció, se despidió y se fue a hacer sus cosas de universitaria mamerta. Ella creía que había conseguido a un pendejo que le trabajó gratis y encima le prestó la maquinaria. Tal vez sí. Pero yo siempre le estaré agradecido porque me quedé con el mejor botín para entonces: una copia de Spiderman, la película que ya había salido de cartelera y que no había llegado todavía a TNT. Me hice consciente de que llevaba oro en la maleta, y entonces me asusté porque pensé que alguien podía haberme visto y probablemente quisiera hacerme algo. Marqué mi copia con un lápiz de color blanco, pero aún después de repetirla un par de veces más, ya a solas, ya sin estar rodeados de cine colombiano, me sentí por primera vez en conflicto:  seguía sintiendo que era un botín inmerecido, sentía como que había robado, atracado, usurpado, pero al mismo tiempo sentía que realmente esa película era mía, yo era coautor de esa película por el simple hecho de haberla grabado, por el hecho de haber velado todo el proceso de grabación. Lo único que me faltó fue destapar el VHS y mirar cómo funcionaba el mecanismo desnudo de la grabación, cómo funcionaba esa alquimia mecánica magnética sin los muros protectores. 

Incluso, cuando entregué la copia original del video club (desde luego no era original, era también copia de una copia), lo hice con cierto pudor, como si el dependiente del videoclub pudiera saber, observando el plástico negro del VHS, olfateando el plástico caliente, observando la cinta a contraluz, como si pudiera saber que la película había sido copiada, como si pudiera multarme por eso, exigirme un pago extra por haberla copiado, como si pudiera demandarme por haber pirateado la película de él, una película que él ya había pirateado y estaba rentando para obtener lucro. Juro que en ese momento estaba tan nervioso que si el dependiente me hubiera preguntado algo relacionado con la copia o algo relacionado con un segundo VHS, algo relacionado con haber pirateado su material o algo relacionado con arañas, yo lo habría confesado todo y hasta habría encochinado a la tipa comunista  de la Nacional, a la tipa esa de ciencia política y a su novio el “paciente”. “Fueron los pacientes de la Nacho, su señoría. Yo solo fui una víctima y el vehículo. Yo simplemente estaba haciendo una encuesta que ellos me rogaron por responder”. Los habría encochinado y hasta  habría dado la dirección del salón comunal e indicaciones para llegar a la casa de ellos desde ahí, porque la dirección exacta no la tenía. 

Nada de eso pasó. El dependiente se limitó a recibir la película y a guardarla en el anaquel correspondiente. Impunidad. Me sentí un poco sucio.  Sabía que esa misma impunidad era lo que tenía mal al país. La impunidad que representaba que uno pudiera copiar una película sin dejar rastro. Uno podía cometer ese tipo de crímenes de piratería doméstica sin ser detectado y sin siquiera sentir culpa por los derechos de autor que dejaban de llegarle a Sony, a Sam Raimi, a Stan lee y a Tobey Maguire. Nada de eso. Solo experimenté la satisfacción de haber realizado un trabajo de copia decente y bien hecho, un trabajo  que estaba hermanado con ese otro trabajo que veía haciendo desde el 94, grabando películas, programas y videoclips desde la televisión. Aunque también sabía que este trabajo pertenecía a un estadio superior dada su también superior complejidad técnica. Era algo más complicado  grabar películas de la televisión, aunque sean las de Cine Canal o Moviecity, de donde justamente grabé X Men 2. Esto de copiar a Spiderman era algo especial. Era como mi tesis de graduación. Era como mi trabajo final. Merecía celebrarse. Así que, tras haber completado el proceso, tras haber entregado la copia máster y permanecer impune, sentí como si me hubiera graduado, como si me hubieran dado un nuevo cinturón en Taekwondo, como si ese casete ex virgen en el que ahora reposaba una copia diluida del Spiderman de Raimi (que por esa época era simplemente “la película de Spiderman” porque no había mucho más con qué comprarla) fue mi tesis de grado y mi diploma al mismo tiempo. 

Regresé a casa, y para celebrar me repetí la copia de Spiderman que yo mismo había hecho. Casi puedo jurar que en la parte en la que originalmente figuraba la leyenda “directed by Sam Raimi”, allí empezó a aparecer también mi nombre en marca de agua, con una tipografía muy endeble porque difusa era también mi  autoría, la autoría del pirata, la autoría no del que había financiado, escrito, montado y dirigido la película. No era ese tipo de autoría, era la autoría sucia del que había regrabado la película en otro casete, había hecho una copia ilegal para poder disfrutar y posibilitar el disfrute de otros, y, dado que las películas solo son películas en la medida en que alguien las disfruta, en mi mente retorcida de adolescente eso contaba como ser coautor, eso contaba como ser co-creador de esa película. 

 

ACERCA DEL AUTOR


(1986) Realizador y analista audiovisual. Magíster en Escrituras Creativas. Escritor. Comediante. Podcaster. Redactor de contenidos. Coordinador Cinemateca Sala Alterna (2014-2016) Egresado de la Escuela de Cine y TV y Magíster en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia.